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SeñorProcedure

Jameson Quinn

The text is "Un señor muy viejo con unas alas enormes" by Gabriel Garcia Marquez, a classic short story in Spanish. Accents á, é, í, ó, ú, ñ, ü were replaced by |a, |e, |i, |o, |u, |n, |g, respectively; and the qwpr keyboard was modified to have | in place of the appropriate dead key. This has the effect of slightly increasing the "distance" figures for the other keyboards as a proxy for how hard it is to type a bottom-row AltGr and remember 3 different dead keys. (As an experiment, I tried creating the actual AltGr keys with Programmer's Dvorak, and its score actually fell a bit to 63.77, presumably because of the distance from the center of the space bar to the AltGr key.) Here's the story as I used it for the main test:

Un se|nor muy viejo con unas alas enormes

Al tercer d|ia de lluvia hab|ian matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el ni|no reci|en nacido hab|ia pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se hab|ian convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediod|ia, que cuando Pelayo regresaba a la casa despu|es de haber tirado los cangrejos, le cost|o trabajo ver qu|e era lo que se mov|ia y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no pod|ia levantarse, porque se lo imped|ian sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corri|o en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poni|endole compresas al ni|no enfermo, y la llev|o hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo ca|ido con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cr|aneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condici|on de bisabuelo ensopado lo hab|ia desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atenci|on, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y |el les contest|o en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue as|i como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un n|aufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sab|ia todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bast|o con una mirada para sacarlos del error.
— Es un |angel –les dijo—. Seguro que ven|ia por el ni|no, pero el pobre est|a tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al d|ia siguiente todo el mundo sab|ia que en casa de Pelayo ten|ian cautivo un |angel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los |angeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiraci|on celestial, no hab|ian tenido coraz|on para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigil|andolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sac|o a rastras del lodazal y lo encerr|o con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando termin|o la lluvia, Pelayo y Elisenda segu|ian matando cangrejos. Poco despu|es el ni|no despert|o sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magn|animos y decidieron poner al |angel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres d|ias, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el |angel sin la menor devoci|on y ech|andole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga lleg|o antes de las siete alarmado por la desproporci|on de la noticia. A esa hora ya hab|ian acudido curiosos menos fr|ivolos que los del amanecer, y hab|ian hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los m|as simples pensaban que ser|ia nombrado alcalde del mundo. Otros, de esp|iritu m|as |aspero, supon|ian que ser|ia ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, hab|ia sido le|nador macizo. Asomado a las alambradas repas|o un instante su catecismo, y todav|ia pidi|o que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel var|on de l|astima que m|as parec|ia una enorme gallina decr|epita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rinc|on, sec|andose al sol las alas extendidas, entre las c|ascaras de fruta y las sobras de desayunos que le hab|ian tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levant|o sus ojos de anticuario y murmur|o algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entr|o en el gallinero y le dio los buenos d|ias en lat|in. El p|arroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entend|ia la lengua de Dios ni sab|ia saludar a sus ministros. Luego observ|o que visto de cerca resultaba demasiado humano: ten|ia un insoportable olor de intemperie, el rev|es de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los |angeles. Entonces abandon|o el gallinero, y con un breve serm|on previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les record|o que el demonio ten|ia la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argument|o que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavil|an y un aeroplano, mucho menos pod|ian serlo para reconocer a los |angeles. Sin embargo, prometi|o escribir una carta a su obispo, para que |este escribiera otra al Sumo Pont|ifice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales m|as altos.
Su prudencia cay|o en corazones est|eriles. La noticia del |angel cautivo se divulg|o con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas hab|ia en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al |angel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acr|obata volador, que pas|o zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de |angel sino de murci|elago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos m|as desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde ni|na estaba contando los latidos de su coraz|on y ya no le alcanzaban los n|umeros, un jamaicano que no pod|ia dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un son|ambulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que hab|ia hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hac|ia temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todav|ia la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El |angel era el |unico que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las l|amparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabidur|ia de la vecina sabia, era el alimento espec|ifico de los |angeles. Pero |el los despreciaba, como despreci|o sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por |angel o por viejo que termin|o comiendo nada m|as que papillas de berenjena. Su |unica virtud sobrenatural parec|ia ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los par|asitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los m|as piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La |unica vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inm|ovil que lo creyeron muerto. Despert|o sobresaltado, despotricando en lengua herm|etica y con los ojos en l|agrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de esti|ercol de gallinero y polvo lunar, y un ventarr|on de p|anico que no parec|ia de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacci|on no hab|ia sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayor|ia entendi|o que su pasividad no era la de un h|eroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrent|o a la frivolidad de la muchedumbre con f|ormulas de inspiraci|on dom|estica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma hab|ia perdido la noci|on de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto ten|ia ombligo, si su dialecto ten|ia algo que ver con el arameo, si pod|ia caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no ser|ia simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habr|ian ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto t|ermino a las tribulaciones del p|arroco.
Sucedi|o que por esos d|ias, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espect|aculo triste de la mujer que se hab|ia convertido en ara|na por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no s|olo costaba menos que la entrada para ver al |angel, sino que permit|ian hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condici|on, y examinarla al derecho y al rev|es, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tar|antula espantosa del tama|no de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo m|as desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicci|on con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una ni|na se hab|ia escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque despu|es de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abri|o el cielo en dos mitades, y por aquella grieta sali|o el rel|ampago de azufre que la convirti|o en ara|na. Su |unico alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espect|aculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, ten|ia que derrotar sin propon|erselo al de un |angel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Adem|as los escasos milagros que se le atribu|ian al |angel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobr|o la visi|on pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paral|itico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la loter|ia, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolaci|on que m|as bien parec|ian entretenimientos de burla, hab|ian quebrantado ya la reputaci|on del |angel cuando la mujer convertida en ara|na termin|o de aniquilarla. Fue as|i como el padre Gonzaga se cur|o para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvi|o a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovi|o tres d|ias y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los due|nos de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansi|on de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los |angeles. Pelayo estableci|o adem|as un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunci|o para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compr|o unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las se|noras m|as codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo |unico que no mereci|o atenci|on. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las l|agrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al |angel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el ni|no aprendi|o a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbr|andose a la peste, y antes de que el ni|no mudara los dientes se hab|ia metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se ca|ian a pedazos. El |angel no fue menos displicente con |el que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias m|as ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El m|edico que atendi|o al ni|no no resisti|o la tentaci|on de auscultar al |angel, y encontr|o tantos soplos en el coraz|on y tantos ruidos en los ri|nones, que no le pareci|o posible que estuviera vivo. Lo que m|as le asombr|o, sin embargo, fue la l|ogica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no pod|ia entender por qu|e no las ten|ian tambi|en los otros hombres.
Cuando el ni|no fue a la escuela, hac|ia mucho tiempo que el sol y la lluvia hab|ian desbaratado el gallinero. El |angel andaba arrastr|andose por ac|a y por all|a como un moribundo sin due|no. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento despu|es lo encontraban en la cocina. Parec|ia estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repet|ia a s|i mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de |angeles. Apenas si pod|ia comer, sus ojos de anticuario se le hab|ian vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las c|anulas peladas de las |ultimas plumas. Pelayo le ech|o encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y s|olo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia hab|ia podido decirles qu|e se hac|ia con los |angeles muertos.
Sin embargo, no s|olo sobrevivi|o a su peor invierno, sino que pareci|o mejor con los primeros soles. Se qued|o inm|ovil muchos d|ias en el rinc|on m|as apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que m|as bien parec|ian un nuevo percance de la decrepitud. Pero |el deb|ia conocer la raz|on de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una ma|nana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parec|ia de alta mar se meti|o en la cocina. Entonces se asom|o por la ventana, y sorprendi|o al |angel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abri|o con las u|nas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logr|o ganar altura. Elisenda exhal|o un suspiro de descanso, por ella y por |el, cuando lo vio pasar por encima de las |ultimas casas, sustent|andose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Sigui|o vi|endolo hasta cuando acab|o de cortar la cebolla, y sigui|o vi|endolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.


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